Muerte civil
Cuando pasean, ni siquiera son vistos por el resto de transeúntes, se chocan con ellos y siguen de largo como si no les hubieran sentido, han perdido también el derecho de ser percibidos.
En esta tesitura, los muertos civiles se han creado sus propios derechos, y deambulan por las calles ejerciéndolos con alegría y serenidad. Pasean por la orilla de la playa en fila india, con velas en las manos y, de éste modo, tangentes al mar, iluminan su cambiante e irregular contorno. También en el bosque, se introducen y acompañan con palmas el sonido de las ramas, para así completar la música imposible y natural que los árboles emanan. También vagan por las calles tirando cartones que otros recogen para abrigarse en el duro invierno sin morada donde dormir. No son percibidos, pero han creado una comunidad que rellena los huecos existentes en nuestro plano.
Visto así podría parecer que están organizados, que se reúnen y planean cada uno de sus actos, pero no se da esta situación. Entre ellos tampoco se intuyen, ni siquiera saben que están juntos cuando ejercen sus imposibles derechos. A un muerto civil sólo lo puede ver un santo civil, éste último es consciente de su vagar y convive en armonía con los despojados de derechos y los que les negaron los mismos, como una especie de omnividente.
Si en alguna ocasión ves en la vía líneas de flores, miras por la ventana y ves un jardín colgante en vez de la fachada absurda y perenne de la calle de enfrente, pasas al lado de una gasolinera y hueles a café, es entonces cuando tu eres un santo civil y ellos están en tu plano.
El otro día, ahora yo me meto en la piel del protagonista de mis líneas, salía de casa para dirigirme al destripado aeropuerto de Manises. Tenía prisa porque iba a recibir a unos familiares, o tal vez no familiares sino a los creadores de toda la existencia que soy capaz de abarcar. El aeropuerto dista del lugar donde resido así que me fui al cajero para poder pagar el transporte. Cuando caminaba los cincuenta metros que separan el expendedor de billetes de mi casa una señora se me quedó mirando. Observé que lloraba, acariciando a una perra que dibujaba sus alternas manchas marrones y blancas y su mandíbula inferior un tanto salida al lado de ella. Seguí de largo con la indiferencia que caracteriza el presente. Me hice con el dinero tras teclear los números 8416 y deshice mis pasos para coger el taxi frente a mi casa.
La señora seguía sentada y llorando, cuando volví a pasar a su lado me habló:
- Señora: Perdone joven, ¿vive usted por aquí?
- Yo: Sí, ¿le ocurre a usted algo señora?
- Señora: Mira es que vivo (llantos), vivo aquí al lado en la calle Músico Ginés. Me decía mientras sacaba su documentación. Yo soy una ciudadana y se acerca fin de mes y no tengo donde acudir.
- Yo: Mire, lo siento, pero tengo mucha prisa.
-Señora: Por favor, déme usted 3 euros para comprar algo para la perra y aunque sea un bote de leche (llantos) para mí.
Me saqué el monedero y me di cuenta de que tan sólo llevaba quince céntimos sueltos. Así que le volví a decir que tenía prisa. Pasé un rato intentando zanjar la conversación y huir rápidamente de aquel sorpresivo encuentro. No le podía dar dinero, porque no tenía suelto, pero ella insistía no en el hecho de pedir pero sí en el de la persistencia del llanto. Ese llanto era más de vergüenza que de sufrimiento. Nadie la veía, pasaban extras a mi lado y juraría que si nos pusieramos en medio de la acera nos hubiesen pisado, o atravesado!.
- Señora: Yo le doy mi dirección, tengo aquí documentación. Por favor pase usted a verme a principios de mes y yo se lo daré.
- Yo: Mire señora le voy a dar diez euros porque no tengo suelto, espero que usted pueda encontrarse mejor. Debo marcharme.
Incrédula agarró los diez euros y me miró con sus ojos estrábicos. Porqué? Me preguntaba mientras yo, ya nervioso porque llegaba tarde, le decía que simplemente si yo me viese en su situación me gustaría que alguien pasase y me ayudase.
- Señora: ¿Como le llaman?
- Yo: Por regla general, Raúl, aunque algunos me llamaran de otra forma supongo.
- Señora: Yo soy Concha. ¿Me podrías dar un abrazo?
Le abracé, esa señora jamás sospecharía que una de mis más extravagantes aficiones es estrechar mis brazos con desconocidos. Acosté mi cabeza sobre la suya para que sintiese el afecto y la sinceridad de nuestro momentáneo confinamiento. Mientras la abrazaba me dijo que estaba enferma, observé sus dedos montados unos sobre los otros y su piel gris pálida y volví a tener ese extraño miedo que me hizo seguir de largo cuando la ví por primera vez. Pero seguí abrazandola, hasta poder olerla y notar ese aroma a ropa guardada meses en un armario. Me alejé a coger un taxi, ella gritaba a lo lejos “Lo sabía, sabía que me ayudarías…”. Terminé en el vehículo que me trasladaría a mi destino, taxista de pocas palabras que comía lentamente una manzana, después un chicle. Todo el trayecto pensé en la posibilidad de haber sido un ingenuo, ahora sé que soy un santo civil y Concha estaba muerta. Espero volver a verla.
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